...y lo quemó.
Cuarenta y siete años se cumplen mañana de una de las noches más mitológicas del Rock.
¿Qué hacer cuando los Who acaban de ofrecer uno de los conciertos de su vida? Liarla parda, tirando a negra.
Monterey. California. 1967. Los Beatles ya habían dejado de tocar en directo y los Stones estaban a cero coma de enviar al matadero a Brian Jones, ese que tocaba hasta el melón. Jimmy Page andaba puteando por aquí y por allá, buscando a alguien que lo retirara para montar su propia casa de putas, y poco después encontró la pajuela correcta, precisamente cuando la parte de atrás de los Who (su alma, como toda banda de Rock que se precie) rumiaba lo poco a gustito que se sentía haciendo de toro maricón siendo los machos de aquella manada. "¿Hacemos una super-banda?" Pero eso es otra historia que parió otra historia que parió a la madre de todas las historias.
LSD, 200.000 chavales y tres días de conciertos. Siempre el tres. Siempre el Misterio. Siempre lo que no se ve. Siempre lo que no debe ser.
Cuenta el gran Lemmy que fue roadie de Hendrix en una gira que este hizo por la Gran Bretaña poco tiempo después; no mucho, que murió pronto. Y dice que uno de sus cometidos era conseguirle droga en tierra extraña, como aquel médico que trajo a Miles Davis a la España franquista: "si no hay droga, no hay concierto" Y tuvo su droga. Con receta y en la farmacia de guardia. Benditos sean los principios de los médicos franquistas, variante iribarne.
Ocho ajos, ocho.
- Toma estos dos para ti -le decía Hendrix a nuestro Lemmy
Y se comía los otros seis de golpe.
Los amigos que tuve se metían un cuartillo bajo la lengua y estaban horas sin parar de reír. Alguno vio al diablo en el asiento de atrás de mi coche. Yo no. Y hubo quien todavía lo sigue viendo.
Ya han pasado más de veinte años desde que escuchábamos a Hendrix fumando nuestra marihuana, tan bonita, tan verde, tan pastosa y tan tranquila. Fue en uno de sus no aniversarios, supongo que el de los veinte, cuando ninguno los teníamos aún.
Fueron buenos tiempos. Realmente buenos. Vimos hasta un eclipse de sol escuchando el Shine on your crazy diamond...Aquella muchacha parecía salida de Woodstock sin haberlo hecho de la Mancha.
Era tan dulce...
Aquel album, aquel Vudú Yugoslavia, se componía de la parte bluesera de Hendrix, la menos conocida, siendo como fue tan psicodélico en la cresta de aquella ola que tan pronto se lo llevó al mar muerto para que siguiera haciendo dinero sin necesidad de dar mala guerra. Para ellos.
Pero antes grabó La leyenda del Tiempo en versión blues, con resultados no menos talibanescos que la flamenca. Tanto que los del Camarón fueron guyeletos al lado de aquellos.
La música es como la medicina; con sus indicaciones, su posología y sus efectos secundarios. Todo ello, claro está, según la edad y el estado del enfermo, que alguien sano no necesita ayuda para vivir.
Nos pusieron las orejas al echarnos del Edén.
El sonido del silencio, canturreaban Simón Neworder y Gartelefunkel, ese par de dos, esos profetas menores, menorísimos...Y pensar que fue de lo primero que me gustó...
En fin, que mientras llega la ola que nos tiene que llevar, la que sea, del muerto o del atlético, de barets o amarillos, flotemos escuchando la canción que mejor me sonaba entonces y me suena ahora.
Después de todo, veinte años no son nada.
Ya vendrá It para arreglar cuentas.
Tengo la mirada tranquila y las orejas mejor taponadas que el ojo del culo.
Y floto cuando me sale de los huevos.
La Casa Roja, por Jimmy Hendrix: